De escuelas, espías y antifaces en el Siglo de Oro

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Judíos, cristianos y librepensadores desde el Renacimiento hasta la Ilustración.

Católicos, calvinistas, luteranos y anglicanos querían la paz en nombre del mismo Dios, pero ninguno lo consiguió

En la Edad Moderna fueron muchos los seres incomprendidos que pagaron con su propia existencia el defender la paz. Inmigrantes en busca de asilo como los Peregrinos del Mayflower, puritanos que hubieron de abandonar su hogar por las discrepancias con la Iglesia anglicana, o viajeros que, como el judío Uriel da Costa, tuvieron que fugarse de su propio cuerpo, en su búsqueda de la libertad auténtica del Pueblo de Israel. Sin estos seres extraños del siglo XVII no habría existido la Ilustración. Ellos lo que, en definitiva, propugnaban era que cada uno creyera en lo que realmente pensara, o no creyera, pero que importara menos el “qué dirán” y, dentro de un marco de conveniencia, se dejara vivir a cada uno como quisiera. Con la expresión de “guerras de religión” se hace referencia a los conflictos de fe desde la revuelta de los campesinos alemanes en 1524 hasta la Guerra de los Nueve Años (también llamada guerra de la Liga de Augsburgo, o guerra del Palatinado) que se libró en Europa, con impacto en las colonias americanas, desde 1688. Fue un conflicto peculiar pues, frente a la Francia católica de Luis XIV, luchaba la Gran Alianza (integrada por Gran Bretaña, España, el Sacro Imperio Romano Germánico y las Provincias Unidas, es decir, una amalgama de confesiones cristianas). La Guerra de los Nueve Años finalizaría con el Tratado de Rijswijk (1697), por el que en los últimos momentos de reinado de Carlos II “El Hechizado” la monarquía hispánica recuperó Cataluña, que había quedado en manos de Luis XIV de Francia, aunque se estableció oficialmente la división de la isla de La Española (Santo Domingo) entre franceses y españoles. Tras la ruptura de la Cristiandad con la Reforma de Lutero, en 1555 la Paz de Augsburgo dejó sentado que la religión de los súbditos sería la que tuviera el príncipe. En Francia, por el Edicto de Nantes, en 1598, cristianos reformados y católicos obtuvieron los mismos derechos ciudadanos, aunque la religión católica seguía siendo la única de culto público. Pero, en la centuria barroca, la libertad de pensamiento era una entelequia, por más que la Paz de Westfalia marcara en 1648 un paradigma. Dios tenía nacionalidad en la Edad Moderna. Lo vemos en el milagro de Empel cuando, a través de la tabla con la estampa de la Inmaculada, descubierta en los Países Bajos en la madrugada del 8 de diciembre de 1585, los Tercios de Flandes se encontraron con “Dios español” como Amigo en el país del hielo. Historia de las guerras de religión (que he publicado en Sekotia en estas semanas) lleva el prólogo “Historia de un antifaz”, de la Doctora Laura Lara Martínez, mi querida hermana. En el preámbulo, como historiadora y profesora de Magisterio, Laura habla de máscaras, de educación y de escuelas. En el siglo XXI ir al colegio con mascarilla y ver a los profesores con la mitad de la cara cubierta es habitual pero, antes, en el Siglo de Oro ya se inventó el traje del doctor de la Peste (que ahora vemos en el Carnaval de Venecia) y existía otro antifaz mental en las escuelas, el de la censura, para evitar que los tribunales que vigilaban las conciencias (no solo existió la Inquisición católica, hubo control del pensamiento ortodoxo en el ámbito judío, musulmán, protestante, etc.) se percataran de que el maestro y el discípulo estaban imbuidos de innovadoras ideas. El Santo Oficio desplegó sus espías a orillas del Amstel. En los archivos hallamos retratos robot de los exiliados. Así, sabemos que amigos fraternos en la Universidad de Alcalá, en el XVII, como Juan de Prado e Isaac Orobio de Castro, acabaron defendiendo posturas contradictorias en la sinagoga de Ámsterdam cuando retornaron a la fe de sus ancestros como judíos sefardíes. Del famoso filósofo Benito Spinoza (hijo de rabino) sería mentor Prado y ambos serían excomulgados en el judaísmo tradicional en 1656, el año en el que en la corte de Madrid Velázquez pintaba Las Meninas. En la historia del movimiento libertino del siglo XVII, es necesario recordar la importancia que tuvo la búsqueda de certezas matemáticas y el refrendo de las aseveraciones a partir del conocimiento de las ciencias físicas. Cuando en 1625 se le inquirió en su lecho de muerte a el estatúder Mauricio de Nassau cuál era su creencia profunda, contestó que 2 y 2 son 4. Cuarenta años más tarde, Molière hizo que su Don Juan hablara de manera parecida. En el momento en el que el camarero le preguntó si creía en el cielo y en el infierno, respondió «creo que 2 y 2 son 4, y que 4 y 4 son 8». Pero esas palabras sólo podía revelarlas a su confidente y ante el mundo debía disimular. El antifaz de muchos libertinos tenía ciertas particularidades, sin embargo, se asemejaba al usado por los conversos que reivindicaban con sigilo sus raíces. Entre las piezas destacadas del momento para el ámbito que nos ocupa, esto es, el estudio de la sociedad judía de la Ámsterdam del siglo XVII, cabe destacar La novia judía, una pintura que nos revela hasta qué punto Rembrandt era capaz de involucrar a unos individuos coetáneos en la vida imaginada de otras épocas y, a la inversa, de dotar a las figuras recreadas de personalidad y presencia propias. Todas estas historias y muchas más que quedaron encerradas en enigmáticos cuadros del Barroco pueden leerse en Historia de las Guerras de Religión. Judíos, cristianos y librepensadores en Europa, desde el Renacimiento hasta la Ilustración. MARÍA LARA MARTÍNEZ

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